martes, 31 de agosto de 2010

EL DESAFIO DE LA CRUZ


(Relato)

Por: Guely Villanueva Díaz



Los chiquillos del pueblo habíamos salido aquella mañana de nuestras casas directamente hasta la plaza principal. Llevábamos ropa limpia y dominguera y la ilusión de fiesta jugueteando en las miradas vivaces. Otros niños campesinos esperaban también con sus padres, entre los jardines que despedían un perfume fresco y primaveral.
La gente seguía llegando en grupos familiares comentando lo que habrían de ver y que, según decían, sería un gran acontecimiento para el pueblo que tanto había esperado la decisión de alguien dispuesto a perder el miedo y hasta la vida. Desde mi ubicación levanté la mirada hacia las majestuosas torres del templo, apresurándome también a buscar un mejor lugar de observación. Tal inquietud embargaba a todos, había quienes se acomodaban en los bordes de la pileta central, en donde los sapos de cemento y los cisnes de bronce, deteriorados por el tiempo, ya no lanzaban los plateados hilos de agua. Otros esperaban en calma apostados sobre las barandas del kiosco, en donde solíamos jugar la mantequilla o la vuelta al mundo, en aquellas frescas noches vacacionales. Era quizás el mejor lugar; pues tenía una ubicación especial ya que su artística estructura de cemento y madera, se levantaba sólida a un poco más de un metro de altura. Tanto era así que, por ejemplo, en los días de fiesta o en las retretas dominicales, a los músicos de la Banda Municipal que se instalaban en él, podíamos verlos sin esfuerzo desde todos los extremos de la gran plaza principal. Hoy, claro, las miradas habrán de converger al punto más alto del vetusto, pero imponente templo local.
Desde que se conoció la noticia, la gente no dejó de comentar, haciendo variadas conjeturas. Por eso, diríase que todo el pueblo acudiría a la plaza antes del mediodía para no perderse nada desde el inicio. Los más precavidos habían madrugado y ya se encontraban cómodamente sentados en las bancas públicas, no importaba para el caso que alguna careciera de uno o dos listones, luciendo graciosamente “desdentada”.
Era día de trajín por demás inusitado. Los curas Agustinos, sacerdotes del pueblo, cambiaban de ubicación en su afán de encontrar el mejor ángulo fotográfico. Medían distancias, ensayaban tomas, ajustaban sus máquinas, buscando perennizar en sus placas lo que sería la imagen del triunfo o de la muerte. Nosotros jugábamos, es verdad; pero pendientes siempre de las torres que lucían soleadas y solemnes. A esa hora, los campesinos que bajaban a la ciudad para vender sus productos, dejaban caminar cansinamente a sus borricos cargados de cestas de fruta o leña. Repitiendo un ancestral respeto o temor al “Taitito”, al pasar por delante del templo, ladeaban con el índice de la diestra el sombrero en señal de reverencia, mirando apenas a lo alto de las torres. Estas, que eran el centro de nuestra inquietud, alzábanse bellas y sólidas. Su fachada toda que estaba blanqueada con cal viva y del lugar, reverberaba majestuosa con los rayos del sol matinal.
Las torres presentaban arcos simétricos en su perímetro sexagonal y sobre ellas descansaban las cúpulas o semiesferas que, gemelas, armonizaban en la gran fachada de la iglesia construida en 1912, después que los chilenos, en su iracundia, quemaran la iglesia antigua.
Al fin, por los pórticos de la torre de la izquierda se oyó el inconfundible tañer de las viejas campanas que repicaron largamente como para fiesta; pero nadie se alegró.
Una y otra vez vimos el movimiento de las cuerdas tiradas desde abajo, y me imaginé al sacristán pueblerino en su tarea de tirar de las sogas con maestría de ordeñador de ubres musicales. En forma intermitente siguió todavía el toque característico de los bronces que se rendían a la fe o al desafío de la muerte.
Fue en ese momento en que posé mi mirada en un punto del reloj público, tan familiarmente unido al pueblo, porque marcaba el apacible ritmo de la vida provinciana. Era un punto pequeño, una huella dejada en su faz y que motivaba la curiosidad de propios y extraños. Alguna vez mi padre, tan pródigo en recuerdos y anécdotas, me había contado que en la ocupación de la ciudad por las tropas que combatían a las huestes del legendario Eleodoro Benel, el pedante comandante Vargas disparó un tiro de fusil sobre la blanca esfera, dejando así la huella de su bravuconada digna de mejor causa. Estaba el reloj equidistante de las dos torres, fijado sobre un frontis o parapeto más bajo de ambas. Sus agujas marcaban en ese momento las once y media de aquel día tan preñado de expectativa y zozobra.
Hay que precisar que, la torre de la derecha tenía una particularidad; a la ausencia de campanas, se sumaba la falta de la cruz que, con la otra, habían sido símbolo y abrazo fraternal de la ciudad por tantos años.

Con el paso del tiempo y las fuertes lluvias, en efecto, aquel signo cristiano hacía mucho tiempo que se había caído. Algunos afirmaban que deliberadamente el Señor permitió el percance, para probar la fe del pueblo chotano.
Entre estos pregoneros del designio estaban, claro está, las beatas que se encargaban de vestir a los santos y cambiar las flores de los altares.

La policromía de trajes y el susurro de voces en espera se agitaron, cuando las campanillas del reloj con sus sones tiernos y argentados marcaron las doce del día. Fue ahí que apareció en lo alto del parapeto un hombre encorvado, cargando una enorme cruz y pisando con dificultad los primeros peldaños de una gran escalera, tendida desde el frontis hasta la esfera trunca de la torre.
El barullo se ahogó al instante en la garganta de la multitud cuando semejando a Cristo en el Gólgota, abrumado por el peso de la cruz, comenzó a ganar la altura peldaño tras peldaño, sorteando apenas el vacío y la muerte.
Entonces con la mirada y el pensamiento fuimos acompañando a ese buen hombre que se había ofrecido a la valerosa y arriesgada misión de reponer la cruz faltante. En un instante de dubitación en la subida dirigió su mirada a la plaza, entonces lo reconocimos. ¡Era Ezequiel!, el humilde músico de la Banda Municipal quien ahora nos cautivaba con su audacia. Sus pasos siguieron lentos, su cuerpo curvado, el rostro -lo imaginaba- perlado de sudor. Qué cuadro tan patético e imperecedero que a todos nos arrobó de angustia, pero también de admiración. Sobre sus espaldas agigantábase el madero, que con uno de sus brazos señalaba el límpido cielo chotano.
No sé cuánto tiempo duró el ascenso de aquel hombre sobre el Gólgota del templo. Desde abajo, miles de ojos lo acompañábamos pendientes de cualquier desliz, mientras percibíamos apenas nuestra propia respiración. Pero ¿por qué de pronto era más lento su ascenso? La escalera se cimbró y él pareció detenerse de golpe, como una estatua petrificada en el espacio. Todavía flecos de su vestimenta flamearon con el viento que arreciaba. Entonces nuestra inquietud aumentó; pero al punto reinició la subida, tanteando y esquivando el vacío. Si no fuera porque en cualquier momento el desenlace podía ser fatal, habríamos dicho que ése era un espectáculo fascinador.
Ahora se acercaba a la cumbre, pero debió sentirlo inalcanzable coronar la cúspide. Cuando, extenuado, se detuvo en el último tramo, pareció querer mirar a la plaza que rebozaba de gente; sin embargo siguió ganando la cima. Cuando llegó, como un Cristo en los aires se abrumó sobre el remate con el peso de la cruz y de su angustia. ¡Había triunfado!
No sé porque imaginé que tenía los ojos cerrados y húmedos. ¿Lloraba acaso? No lo sé, cuidadosamente puso la base de la cruz en el vértice o término de la torre y con notable esfuerzo poco a poco la fue irguiendo. En su arriesgada labor parecía dominar con maestría las iras del viento. En nosotros la exclamación de júbilo se resistía a desbordarse de los labios, mientras él la enderezaba hasta que tomara la posición similar a la cruz gemela. Al fin el hombre golpeó, una y otra vez con el martillo en su afán de asegurarla eternamente. Después se pasó el dorso de la mano por su frente, escurriéndose el sudor copioso y frío. Luego, Ezequiel, miró reverente a lo alto de la enorme cruz ya elevada y se inclinó para besar largamente los pies de aquel símbolo que, gracias a su valor y hombría, volvía a dominar y proteger a la ciudad,
Ezequiel Marrufo, era un modesto hombre del pueblo, muy conocido por ser músico en la Banda Municipal. Ciertamente aquel mediodía de sol e incertidumbre, se ganó definitivamente nuestro cariño, recuerdo y gratitud.
Cuando descendió de la torre del templo apenas sonrió, asintiendo con humildad las palabras de elogio y gratitud que algunos le dirigían. Luego la gran masa humana fue despejando la plaza y todos nos dirigimos a nuestras casas sin comentar ya nada. Pero más tarde, cuando sonaron los bronces que anunciaban “la oración”, volvimos para ver perfiladas y altivas las dos cruces en el incomparable celaje chotano.

RUMBO AL SESQUICENTENARIO DE FUNDACION DEL COLEGIO NACIONAL “SAN JUAN” DE CHOTA, 15 DE MAYO DEL 2011.

EVOCACION DE UN MAESTRO

Por: GLICERIO VILLANUEVA MEDINA



En mi condición de se el ex profesor más antiguo del centenario Colegio Nacional “San Juan” de Chota y el único que, con la permisión de Dios sobrevive a sus coetáneos, permítaseme hacer llegar mi saludo de evocación y gratitud al glorioso plantel sanjuanista en este 15 de mayo de 1977, cuando cumple sus 116 años de fundación.

En el año de 1917 fui nombrado como profesor del “San Juan” por el Dr. Julio César Alva, quien solicitó mis servicios cuando me encontraba en Bambamarca, mi tierra natal. Fui presentado al cuerpo docente y alumnado antes de clase el día 14 de mayo, precisamente hace 60 años, cuya fervorosa emoción aún lo siento en lo hondo de mi espíritu. La instrucción media estaba limitada a cuatro años y estudiaban, tanto varones como mujeres, en un ambiente de verdadera confraternidad estudiantil.

Yo enseñaba Trabajo Manual, Caligrafía y Dibujo, vocación que habría de acompañarme toda la vida. Terminaban estudios en ese momento, los alumnos: Flavio Villacorta, Demóstenes Díaz, Alejandro Saldaña Alavedra, Gregorio Vásquez, Carlos Cabrejos y el Coronel Guillermo Núñez.. Todos fueron años después destacados profesionales en diversas ramas del saber, habiendo dado lustre a las aulas sanjuanistas y para quienes guardo gratitud por el afecto que me dispensaron y aún les merezco.

En 1920, siendo Director el Dr. Francisco Pérez Rosas, impulsamos el trabajo creativo al carbón, destacando en ampliaciones el alumno Dimas Mejía Bueno, quien sería brillante galeno. Al siguiente año se formó la Galería de los Incas, con el propósito de estimular la veneración por los fundadores del antiguo Perú. Este trabajo lo ejecutaron: Anaximandro Vega M. consagrado poeta nacional, Carlos Linares, Alfredo Tarrillo,
Mario Díaz Sobrado, después maestro ejemplar y de gran vocación. También Carlos Alva Burga, Teodoro Medina, Alejandro Valderrama, entre otros.

Como lográramos despertar interés en las artes plásticas, otros iban perfeccionándose en la expresión de la belleza, a través de los colores, resaltando: Arnaldo Bardales, Marcial Bardales, Ántero Vásquez, Oswaldo Díaz y Días, Eliseo Bernal, Rómulo Vargas y Miguel Cabrejos.

En 1932 destacaron en dibujo y artes manuales los alumnos: Rogelio Bazán, Pompeyo Mejía y Absalón Salazar. Años después surgieron otros alumnos, entre ellos J
uan David Vigil, Francisco Verástegui, Guillermo Otzú, Guillermo Mejía Collazos, Eriberto Gálvez, Ulises Delgado, Víctor Soto Cadenillas, Fernando Tantaleán, César Coronado, Osiel Linares, Fernández Marlo, etc.

En el plantel sanjuanista he tenido la satisfacción de cumplir 32 años de servicios en las asignaciones confiadas a mi cargo. He gozado del aprecio de educandos y diversos profesores que se incorporaron a dichas aulas. Ofrecí al Plantel mi magisterio con devoción y cariño. Por eso, en esta fecha singular, agradezco a los integrantes del “Centro Chotano de Chiclayo”, que dirige el Dr. Carlos Díaz Torres, por rendir homenaje a mi inmerecida persona. Desde esta acogedora tierra chiclayana añoro y evoco el feliz tiempo transcurrido en sus claustro de sabiduría de donde, con la emoción del primer día de clase, 32 años después y en ceremonia inolvidable, se me despidió con manifestaciones de sincero cariño, mientras llevaba en mi ser el imborrable sentimiento del querido Colegio San Juan.
Más tarde, por azares de la vida, tuve que separarme de esa preciosa tierra chotana, cuna de portentosos valores intelectuales, paisajes esmeraldinos y celajes pintados por las manos de Dios ¡CHOTA! TIERRA DE MIS HIJOS ¡BENDITA SEAS!


OOO---OOO

lunes, 30 de agosto de 2010


EL INCENDIO DE CHOTA POR LOS CHILENOS

Por: José Villanueva Díaz.

El 29 y 30 de Agosto de 1882, los chilenos incendiaron la ciudad de Chota, reduciéndola a escombros. Fue una acción fatídica para la ciudad; pero de prueba para los chotanos que reaccionaron ante el enemigo con dignidad patriótica.

Los invasores recurrieron a la bárbara acción de incendiar Chota, por q
ue allí se organizó la resistencia para enfrentarlos en el combate de San Pablo del 13 de julio de 1882; habiendo sido el Gral. Miguel Iglesias el que diseñó la estrategia respectiva. Para tal efecto, el Crnl. Don Antonio Sánchez se dirigió al lugar de los hechos con una columna de voluntarios, haciéndose presente también contingentes de Bambamarca, Hualgayoc y Llapa. También de Cajamarca y Trujillo. De hecho, el triunfo favoreció a las tropas peruanas.

Indignado el Almirante Patricio Lynch, que era el jefe de las tropas chilenas en el norte, ordenó al Cmdt. Ramón Carballo Orrego desplazarse desde Trujillo hasta Chota, cometiendo una serie de abusos e imponiendo cupos en todos los pueblos a su paso.

En Chota, sabedores de la llegada de las tropas invasoras, el Subprefecto don Timoteo Tirado y el Alcalde don Diego Villacorta convocaron a un Cabildo Abierto al que asistieron pobladores de la ciudad y del campo, decididos a enfrentar al enemigo. Pero, en vista de que carecían de armamento y la mayor parte de jóvenes habían perdido la vida en San Pablo y otras acciones al mando del Crnl. Manuel José Becerra Silva, decidieron retirarse de la ciudad, no sin antes envenenar el agua, llevar a ancianos, niños y mujeres a lugares apartados para guarecerlos y disponer que la Virgen Patrona de Chota, igualmente fuera escondida, para evitar sea despojada de sus alhajas y aún mancillada.

Los chilenos acamparon a orillas del río Chotano y al invadir la ciudad y encontrar que estaba desolada, sin alimentos, ni agua para beber, la incendiaron, comenzando por el templo, que quedaba donde hoy se levanta la Municipalidad de Chota. Ocuparon también el local del colegio Nacional “San Juan” y, a su salida, quemaron su biblioteca y enseres. Esta acción de los chilenos que perversamente se ensañaron en Chota por que no se doblegó al abuso ni a la extorsión del cupo, es un hito importante para evocar a los chotanos que lucharon en distintos campos por la soberanía y el honor nacional. El Incendio de Chota por los chilenos, quedó en la retina de los que volvieron y vieron aún humeante su templo, las casas circundantes de la plaza de armas y de las calles vecinas.

Esta escena ha sido recogida en un hermoso óleo a todo color, por el pintor don Glicerio D. Villanueva Medina, (1891-1982), nacido en Bambamarca, pero chotano de corazón; quien, siendo profesor del colegio Nacional “San Juan”, pintó, el año de 1938, “El Incendio de Chota por los Chilenos, que es una reliquia histórica y artística.