(Relato)
Por: Guely Villanueva Díaz
Los chiquillos del pueblo habíamos salido aquella mañana de nuestras casas directamente hasta la plaza principal. Llevábamos ropa limpia y dominguera y la ilusión de fiesta jugueteando en las miradas vivaces. Otros niños campesinos esperaban también con sus padres, entre los jardines que despedían un perfume fresco y primaveral.
La gente seguía llegando en grupos familiares comentando lo que habrían de ver y que, según decían, sería un gran acontecimiento para el pueblo que tanto había esperado la decisión de alguien dispuesto a perder el miedo y hasta la vida. Desde mi ubicación levanté la mirada hacia las majestuosas torres del templo, apresurándome también a buscar un mejor lugar de observación. Tal inquietud embargaba a todos, había quienes se acomodaban en los bordes de la pileta central, en donde los sapos de cemento y los cisnes de bronce, deteriorados por el tiempo, ya no lanzaban los plateados hilos de agua. Otros esperaban en calma apostados sobre las barandas del kiosco, en donde solíamos jugar la mantequilla o la vuelta al mundo, en aquellas frescas noches vacacionales. Era quizás el mejor lugar; pues tenía una ubicación especial ya que su artística estructura de cemento y madera, se levantaba sólida a un poco más de un metro de altura. Tanto era así que, por ejemplo, en los días de fiesta o en las retretas dominicales, a los músicos de la Banda Municipal que se instalaban en él, podíamos verlos sin esfuerzo desde todos los extremos de la gran plaza principal. Hoy, claro, las miradas habrán de converger al punto más alto del vetusto, pero imponente templo local.
Desde que se conoció la noticia, la gente no dejó de comentar, haciendo variadas conjeturas. Por eso, diríase que todo el pueblo acudiría a la plaza antes del mediodía para no perderse nada desde el inicio. Los más precavidos habían madrugado y ya se encontraban cómodamente sentados en las bancas públicas, no importaba para el caso que alguna careciera de uno o dos listones, luciendo graciosamente “desdentada”.
Era día de trajín por demás inusitado. Los curas Agustinos, sacerdotes del pueblo, cambiaban de ubicación en su afán de encontrar el mejor ángulo fotográfico. Medían distancias, ensayaban tomas, ajustaban sus máquinas, buscando perennizar en sus placas lo que sería la imagen del triunfo o de la muerte. Nosotros jugábamos, es verdad; pero pendientes siempre de las torres que lucían soleadas y solemnes. A esa hora, los campesinos que bajaban a la ciudad para vender sus productos, dejaban caminar cansinamente a sus borricos cargados de cestas de fruta o leña. Repitiendo un ancestral respeto o temor al “Taitito”, al pasar por delante del templo, ladeaban con el índice de la diestra el sombrero en señal de reverencia, mirando apenas a lo alto de las torres. Estas, que eran el centro de nuestra inquietud, alzábanse bellas y sólidas. Su fachada toda que estaba blanqueada con cal viva y del lugar, reverberaba majestuosa con los rayos del sol matinal.
Las torres presentaban arcos simétricos en su perímetro sexagonal y sobre ellas descansaban las cúpulas o semiesferas que, gemelas, armonizaban en la gran fachada de la iglesia construida en 1912, después que los chilenos, en su iracundia, quemaran la iglesia antigua.
Al fin, por los pórticos de la torre de la izquierda se oyó el inconfundible tañer de las viejas campanas que repicaron largamente como para fiesta; pero nadie se alegró.
Una y otra vez vimos el movimiento de las cuerdas tiradas desde abajo, y me imaginé al sacristán pueblerino en su tarea de tirar de las sogas con maestría de ordeñador de ubres musicales. En forma intermitente siguió todavía el toque característico de los bronces que se rendían a la fe o al desafío de la muerte.
Fue en ese momento en que posé mi mirada en un punto del reloj público, tan familiarmente unido al pueblo, porque marcaba el apacible ritmo de la vida provinciana. Era un punto pequeño, una huella dejada en su faz y que motivaba la curiosidad de propios y extraños. Alguna vez mi padre, tan pródigo en recuerdos y anécdotas, me había contado que en la ocupación de la ciudad por las tropas que combatían a las huestes del legendario Eleodoro Benel, el pedante comandante Vargas disparó un tiro de fusil sobre la blanca esfera, dejando así la huella de su bravuconada digna de mejor causa. Estaba el reloj equidistante de las dos torres, fijado sobre un frontis o parapeto más bajo de ambas. Sus agujas marcaban en ese momento las once y media de aquel día tan preñado de expectativa y zozobra.
Hay que precisar que, la torre de la derecha tenía una particularidad; a la ausencia de campanas, se sumaba la falta de la cruz que, con la otra, habían sido símbolo y abrazo fraternal de la ciudad por tantos años.
Con el paso del tiempo y las fuertes lluvias, en efecto, aquel signo cristiano hacía mucho tiempo que se había caído. Algunos afirmaban que deliberadamente el Señor permitió el percance, para probar la fe del pueblo chotano.
Entre estos pregoneros del designio estaban, claro está, las beatas que se encargaban de vestir a los santos y cambiar las flores de los altares.
La policromía de trajes y el susurro de voces en espera se agitaron, cuando las campanillas del reloj con sus sones tiernos y argentados marcaron las doce del día. Fue ahí que apareció en lo alto del parapeto un hombre encorvado, cargando una enorme cruz y pisando con dificultad los primeros peldaños de una gran escalera, tendida desde el frontis hasta la esfera trunca de la torre.
El barullo se ahogó al instante en la garganta de la multitud cuando semejando a Cristo en el Gólgota, abrumado por el peso de la cruz, comenzó a ganar la altura peldaño tras peldaño, sorteando apenas el vacío y la muerte.
Entonces con la mirada y el pensamiento fuimos acompañando a ese buen hombre que se había ofrecido a la valerosa y arriesgada misión de reponer la cruz faltante. En un instante de dubitación en la subida dirigió su mirada a la plaza, entonces lo reconocimos. ¡Era Ezequiel!, el humilde músico de la Banda Municipal quien ahora nos cautivaba con su audacia. Sus pasos siguieron lentos, su cuerpo curvado, el rostro -lo imaginaba- perlado de sudor. Qué cuadro tan patético e imperecedero que a todos nos arrobó de angustia, pero también de admiración. Sobre sus espaldas agigantábase el madero, que con uno de sus brazos señalaba el límpido cielo chotano.
No sé cuánto tiempo duró el ascenso de aquel hombre sobre el Gólgota del templo. Desde abajo, miles de ojos lo acompañábamos pendientes de cualquier desliz, mientras percibíamos apenas nuestra propia respiración. Pero ¿por qué de pronto era más lento su ascenso? La escalera se cimbró y él pareció detenerse de golpe, como una estatua petrificada en el espacio. Todavía flecos de su vestimenta flamearon con el viento que arreciaba. Entonces nuestra inquietud aumentó; pero al punto reinició la subida, tanteando y esquivando el vacío. Si no fuera porque en cualquier momento el desenlace podía ser fatal, habríamos dicho que ése era un espectáculo fascinador.
Ahora se acercaba a la cumbre, pero debió sentirlo inalcanzable coronar la cúspide. Cuando, extenuado, se detuvo en el último tramo, pareció querer mirar a la plaza que rebozaba de gente; sin embargo siguió ganando la cima. Cuando llegó, como un Cristo en los aires se abrumó sobre el remate con el peso de la cruz y de su angustia. ¡Había triunfado!
No sé porque imaginé que tenía los ojos cerrados y húmedos. ¿Lloraba acaso? No lo sé, cuidadosamente puso la base de la cruz en el vértice o término de la torre y con notable esfuerzo poco a poco la fue irguiendo. En su arriesgada labor parecía dominar con maestría las iras del viento. En nosotros la exclamación de júbilo se resistía a desbordarse de los labios, mientras él la enderezaba hasta que tomara la posición similar a la cruz gemela. Al fin el hombre golpeó, una y otra vez con el martillo en su afán de asegurarla eternamente. Después se pasó el dorso de la mano por su frente, escurriéndose el sudor copioso y frío. Luego, Ezequiel, miró reverente a lo alto de la enorme cruz ya elevada y se inclinó para besar largamente los pies de aquel símbolo que, gracias a su valor y hombría, volvía a dominar y proteger a la ciudad,
Ezequiel Marrufo, era un modesto hombre del pueblo, muy conocido por ser músico en la Banda Municipal. Ciertamente aquel mediodía de sol e incertidumbre, se ganó definitivamente nuestro cariño, recuerdo y gratitud.
Cuando descendió de la torre del templo apenas sonrió, asintiendo con humildad las palabras de elogio y gratitud que algunos le dirigían. Luego la gran masa humana fue despejando la plaza y todos nos dirigimos a nuestras casas sin comentar ya nada. Pero más tarde, cuando sonaron los bronces que anunciaban “la oración”, volvimos para ver perfiladas y altivas las dos cruces en el incomparable celaje chotano.
Por: Guely Villanueva Díaz
Los chiquillos del pueblo habíamos salido aquella mañana de nuestras casas directamente hasta la plaza principal. Llevábamos ropa limpia y dominguera y la ilusión de fiesta jugueteando en las miradas vivaces. Otros niños campesinos esperaban también con sus padres, entre los jardines que despedían un perfume fresco y primaveral.
La gente seguía llegando en grupos familiares comentando lo que habrían de ver y que, según decían, sería un gran acontecimiento para el pueblo que tanto había esperado la decisión de alguien dispuesto a perder el miedo y hasta la vida. Desde mi ubicación levanté la mirada hacia las majestuosas torres del templo, apresurándome también a buscar un mejor lugar de observación. Tal inquietud embargaba a todos, había quienes se acomodaban en los bordes de la pileta central, en donde los sapos de cemento y los cisnes de bronce, deteriorados por el tiempo, ya no lanzaban los plateados hilos de agua. Otros esperaban en calma apostados sobre las barandas del kiosco, en donde solíamos jugar la mantequilla o la vuelta al mundo, en aquellas frescas noches vacacionales. Era quizás el mejor lugar; pues tenía una ubicación especial ya que su artística estructura de cemento y madera, se levantaba sólida a un poco más de un metro de altura. Tanto era así que, por ejemplo, en los días de fiesta o en las retretas dominicales, a los músicos de la Banda Municipal que se instalaban en él, podíamos verlos sin esfuerzo desde todos los extremos de la gran plaza principal. Hoy, claro, las miradas habrán de converger al punto más alto del vetusto, pero imponente templo local.
Desde que se conoció la noticia, la gente no dejó de comentar, haciendo variadas conjeturas. Por eso, diríase que todo el pueblo acudiría a la plaza antes del mediodía para no perderse nada desde el inicio. Los más precavidos habían madrugado y ya se encontraban cómodamente sentados en las bancas públicas, no importaba para el caso que alguna careciera de uno o dos listones, luciendo graciosamente “desdentada”.
Era día de trajín por demás inusitado. Los curas Agustinos, sacerdotes del pueblo, cambiaban de ubicación en su afán de encontrar el mejor ángulo fotográfico. Medían distancias, ensayaban tomas, ajustaban sus máquinas, buscando perennizar en sus placas lo que sería la imagen del triunfo o de la muerte. Nosotros jugábamos, es verdad; pero pendientes siempre de las torres que lucían soleadas y solemnes. A esa hora, los campesinos que bajaban a la ciudad para vender sus productos, dejaban caminar cansinamente a sus borricos cargados de cestas de fruta o leña. Repitiendo un ancestral respeto o temor al “Taitito”, al pasar por delante del templo, ladeaban con el índice de la diestra el sombrero en señal de reverencia, mirando apenas a lo alto de las torres. Estas, que eran el centro de nuestra inquietud, alzábanse bellas y sólidas. Su fachada toda que estaba blanqueada con cal viva y del lugar, reverberaba majestuosa con los rayos del sol matinal.
Las torres presentaban arcos simétricos en su perímetro sexagonal y sobre ellas descansaban las cúpulas o semiesferas que, gemelas, armonizaban en la gran fachada de la iglesia construida en 1912, después que los chilenos, en su iracundia, quemaran la iglesia antigua.
Al fin, por los pórticos de la torre de la izquierda se oyó el inconfundible tañer de las viejas campanas que repicaron largamente como para fiesta; pero nadie se alegró.
Una y otra vez vimos el movimiento de las cuerdas tiradas desde abajo, y me imaginé al sacristán pueblerino en su tarea de tirar de las sogas con maestría de ordeñador de ubres musicales. En forma intermitente siguió todavía el toque característico de los bronces que se rendían a la fe o al desafío de la muerte.
Fue en ese momento en que posé mi mirada en un punto del reloj público, tan familiarmente unido al pueblo, porque marcaba el apacible ritmo de la vida provinciana. Era un punto pequeño, una huella dejada en su faz y que motivaba la curiosidad de propios y extraños. Alguna vez mi padre, tan pródigo en recuerdos y anécdotas, me había contado que en la ocupación de la ciudad por las tropas que combatían a las huestes del legendario Eleodoro Benel, el pedante comandante Vargas disparó un tiro de fusil sobre la blanca esfera, dejando así la huella de su bravuconada digna de mejor causa. Estaba el reloj equidistante de las dos torres, fijado sobre un frontis o parapeto más bajo de ambas. Sus agujas marcaban en ese momento las once y media de aquel día tan preñado de expectativa y zozobra.
Hay que precisar que, la torre de la derecha tenía una particularidad; a la ausencia de campanas, se sumaba la falta de la cruz que, con la otra, habían sido símbolo y abrazo fraternal de la ciudad por tantos años.
Con el paso del tiempo y las fuertes lluvias, en efecto, aquel signo cristiano hacía mucho tiempo que se había caído. Algunos afirmaban que deliberadamente el Señor permitió el percance, para probar la fe del pueblo chotano.
Entre estos pregoneros del designio estaban, claro está, las beatas que se encargaban de vestir a los santos y cambiar las flores de los altares.
La policromía de trajes y el susurro de voces en espera se agitaron, cuando las campanillas del reloj con sus sones tiernos y argentados marcaron las doce del día. Fue ahí que apareció en lo alto del parapeto un hombre encorvado, cargando una enorme cruz y pisando con dificultad los primeros peldaños de una gran escalera, tendida desde el frontis hasta la esfera trunca de la torre.
El barullo se ahogó al instante en la garganta de la multitud cuando semejando a Cristo en el Gólgota, abrumado por el peso de la cruz, comenzó a ganar la altura peldaño tras peldaño, sorteando apenas el vacío y la muerte.
Entonces con la mirada y el pensamiento fuimos acompañando a ese buen hombre que se había ofrecido a la valerosa y arriesgada misión de reponer la cruz faltante. En un instante de dubitación en la subida dirigió su mirada a la plaza, entonces lo reconocimos. ¡Era Ezequiel!, el humilde músico de la Banda Municipal quien ahora nos cautivaba con su audacia. Sus pasos siguieron lentos, su cuerpo curvado, el rostro -lo imaginaba- perlado de sudor. Qué cuadro tan patético e imperecedero que a todos nos arrobó de angustia, pero también de admiración. Sobre sus espaldas agigantábase el madero, que con uno de sus brazos señalaba el límpido cielo chotano.
No sé cuánto tiempo duró el ascenso de aquel hombre sobre el Gólgota del templo. Desde abajo, miles de ojos lo acompañábamos pendientes de cualquier desliz, mientras percibíamos apenas nuestra propia respiración. Pero ¿por qué de pronto era más lento su ascenso? La escalera se cimbró y él pareció detenerse de golpe, como una estatua petrificada en el espacio. Todavía flecos de su vestimenta flamearon con el viento que arreciaba. Entonces nuestra inquietud aumentó; pero al punto reinició la subida, tanteando y esquivando el vacío. Si no fuera porque en cualquier momento el desenlace podía ser fatal, habríamos dicho que ése era un espectáculo fascinador.
Ahora se acercaba a la cumbre, pero debió sentirlo inalcanzable coronar la cúspide. Cuando, extenuado, se detuvo en el último tramo, pareció querer mirar a la plaza que rebozaba de gente; sin embargo siguió ganando la cima. Cuando llegó, como un Cristo en los aires se abrumó sobre el remate con el peso de la cruz y de su angustia. ¡Había triunfado!
No sé porque imaginé que tenía los ojos cerrados y húmedos. ¿Lloraba acaso? No lo sé, cuidadosamente puso la base de la cruz en el vértice o término de la torre y con notable esfuerzo poco a poco la fue irguiendo. En su arriesgada labor parecía dominar con maestría las iras del viento. En nosotros la exclamación de júbilo se resistía a desbordarse de los labios, mientras él la enderezaba hasta que tomara la posición similar a la cruz gemela. Al fin el hombre golpeó, una y otra vez con el martillo en su afán de asegurarla eternamente. Después se pasó el dorso de la mano por su frente, escurriéndose el sudor copioso y frío. Luego, Ezequiel, miró reverente a lo alto de la enorme cruz ya elevada y se inclinó para besar largamente los pies de aquel símbolo que, gracias a su valor y hombría, volvía a dominar y proteger a la ciudad,
Ezequiel Marrufo, era un modesto hombre del pueblo, muy conocido por ser músico en la Banda Municipal. Ciertamente aquel mediodía de sol e incertidumbre, se ganó definitivamente nuestro cariño, recuerdo y gratitud.
Cuando descendió de la torre del templo apenas sonrió, asintiendo con humildad las palabras de elogio y gratitud que algunos le dirigían. Luego la gran masa humana fue despejando la plaza y todos nos dirigimos a nuestras casas sin comentar ya nada. Pero más tarde, cuando sonaron los bronces que anunciaban “la oración”, volvimos para ver perfiladas y altivas las dos cruces en el incomparable celaje chotano.